EL DESTINO HABÍA en el viejo edificio de la universidad, pasado el patio grande, otro más pequeño, tras de cuyos arcos, entre las adelfas y limoneros, susurraba una fuente. El loco bullicio del patio principal, sólo con subir unos escalones y atravesar una galería, se trocaba allá en silencio y quietud. Un atardecer de mayo, tranquilo el edificio todo, porque era ya pasada la hora de las clases y los exámenes estaban cerca, te paseabas por las galerías de aquel patio escondido. No había otro rumor sino el del agua en la fuente, leve y sostenido, al que se sobreponía a veces el trino fugitivo de un bando de golondrinas cruzando el cielo que encuadraban los aleros. Cuántas cosas no te ha dicho a lo largo de la vida el rumor del agua. Podrías pasarte las horas escuchándola, lo mismo que podrías pasarlas contemplando el fuego. Hermosa hermandad la del agua y la llama! Aquella tarde, el surtidor que se alzaba como una garzota blanca para caer luego deshecho en lágrimas sobre la taza de la fuente, su brotar y anegarse sempiterno, trajo a tu memoria, por una vaga asociación de ideas, el fin de tu estancia en la